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El viernes 29 de Enero fallecio el escritor J.D Sallinger con 91 años por causas naturales, fue un escritor estadounidense
conocido principalmente por su novela el guardian entre el centero que se convirtió en un clásico de la literatura moderna.
A lo largo de la década de los 1940 la revista New Yorker publicó más de treinta relatos de J.D. Salinger, quien en 1951 prefirió debutar con The catcher in the rye, su primera y única novela, consecuencia natural de los cuentos precedentes. The catcher fue un éxito instantáneo y el público pidió más. Salinger revisó entonces sus relatos, eligió trece y armó sus libros posteriores: Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1955), Alcen alto las vigas del techo, carpinteros e Introducción a Seymour (1963). Los cuentos cimentaron a Salinger como autor mayor de la literatura estadunidense y lo ubicaron junto a Poe, Scott Fitzgerald, Hemingway, Kerouac o Cheever. En éstos, don Jerónimo David sorprendió por su estilo conciso, irónico y agridulce, así como por sus temas, siempre cotidianos, que indirectamente referían a dramas interiores y dilemas profundos, insinuados mediante señoras de clase media que beben y chismean, de recuerdos infantiles, de dolorosos recuerdos de guerra o del tema del “niño dotado” e incomprendido, outcast ya en embrión. Como él. Con estos relatos también se iniciaron las historias de los hermanos Glass, geniecitos que, uno tras otro, sin falla, fueron estrellas de los programas de radio de “niños catedráticos”.
Trece historias cortas
Nueve cuentos abre con “Un día perfecto para el pezplátano”, un relato tan bueno e inapelable que fue clave en el reconocimiento casi inmediato y generalizado de Salinger, pues quintaesencia su estilo, su espíritu y su concepción del mundo. Tiene diez páginas y se divide en tres partes. La primera es una deliciosa conversación de larga distancia entre la recién casada Muriel, de vacaciones en la playa, y su madre, muy preocupada porque se ha convencido de que su yerno, Seymour Glass, joven veterano de la guerra recién salido del hospital, está mal de la cabeza y puede perder el control catastróficamente. Muriel ama a su marido y, segura de que su madre alucina, trata de calmarla con small talk familiar, rico en coloquialismos y estratégicas cursivas o itálicas. Pero varios incidentes ominosos, que apenas se aluden como quien no quiere la cosa, dan sentido a los temores de la madre. En la segunda parte, Seymour Glass entabla en la playa una sensacional conversación con una niñita de cuatro años llamada ¡Sibila! Como en las pláticas entre Holden y su hermanita Phoebe en The catcher in the rye, la comunicación es fácil, natural y mágica. Él le habla del pezplátano, que busca hoyos rellenos de bananos en el fondo del mar; cuando los encuentra no para de comerlos y engorda hasta no poder salir del hoyo, muriendo por la “fiebre del plátano”. Sibila, una toddler, escucha a See More Glass con seriedad, sin inmutarse, y después de que los dos se sumergen para dejar pasar una ola, anuncia que acaba de ver uno de esos peces. “¡No, Dios mío!”, exclama él, y pregunta: “¿Tenía plátanos en la boca?” “Sí”, responde la niña. “Seis.” En la tercera parte, Seymour toma el elevador del hotel y le dice a una señora que no le esté mirando los pies; después entra en su habitación, donde su mujer duerme una siesta, y se mete un balazo en la sien.
Este cuento, por cierto traducido al mexicano por Federico Campbell, es una lección de manejo de materiales y del planteamiento parabólico de los temas, que generan participación y complicidad del lector. La esencia de la historia nunca se explicita, pero mil señales en la carretera llevan a ella con un tono muy cool, como si no ocurriera nada. El lenguaje del narrador, en tercera persona, es sobrio y desapegado; la dialogación, con sus estratégicas imperfecciones, muletillas, lugares comunes, disgresiones y detalles graciosos y reveladores, crea una autenticidad asombrosa, amena y humana, lo que precisamente hace más terrible el desenlace, que, como le gustaba a Cortázar, noquea al lector. El estilo, parco y contenido, es también detallado y profuso, escrito con una perfección que no quiere hacerse notar pues don J.D. es un escritor “modesto” en el mejor sentido de la palabra.
Después de Nine stories, Salinger sólo publicó los demás relatos sobre la familia Glass. Franny y Zooey (1955), sin proponérselo, resultó ser una novela compuesta por dos narraciones autónomas, una corta y otra extensa, casi antitéticas y complementarias. La primera se basa en la hermana menor, Franny Glass, que ha descubierto la vía espiritual después de leer El camino del peregrino, de John Bunyan. Este libro propone, entre otras cosas, la llamada filocalia o repetición incesante, a todas horas, del nombre de Jesucristo hasta que esto sea tan natural como respirar. Equivale al uso religioso o místico del mantra en la India, ya que la filocalia, como el mantra, vacía la mente, la despeja de pensamientos, del incesante “diálogo interior”, y expande la conciencia, con sus grandes experiencias que abren el camino al samhadi, o satori, estados extáticos, divinos, perfectamente experimentables por el ser humano, que, como se sabe, por algo está hecho a imagen y semejanza de Diositosanto. Por cierto, el éxito de Franny y Zooey motivó varias reimpresiones del libro de Bunyan, que ya no se conseguía, y que ahora, desde hace más de cincuenta años, sigue en circulación; dudo que se lea, porque es muy árido, pero a los lectores de Salinger cuando menos les gusta sentir su vibra.
Los hermanos Glass habían tenido vivencias semejantes, lo que se empieza a ver en la muy divertida, y mucho más extensa, segunda parte del libro, narrada por Zooey Glass con referencias constantes a su hermano Buddy, el escritor (que fue “a prostituirse a Hollywood”, como el hermano de Holden Caulfield), y la ubicua presencia de la madre, un personajazo que no sale del baño ni deja de platicar con su hijo que se encuentra metido en la tina. Es un poco como La Maga de Rayuela. La familia Glass, entonces, la constituyen la mamá, con su fuerte y carismática personalidad; Seymour, que se suicidó y fue el primer místico; Buddy, el escritor y alter ego del autor; Boo Boo, ama de casa; los gemelos Walt y Walter, el primero murió en la guerra y el segundo se ordenó sacerdote, y Zooey y Franny, los menores, que por algo tienen su libro aparte. Todos ellos, en su momento, fueron “niños catedráticos” y estrellas de la radio, de lo cual se ríen con orgullo discreto. El padre casi no figura, Salinger lo manejó de tal manera que no importa saber nada de él, aunque claro, esto ya dice mucho.
Por último, tras mucho pensarlo porque se llevó más de diez años, Salinger publicó otros dos textos sobre la familia Glass en Alcen alto las vigas del techo, carpinteros e Introducción a Seymour, otro libro muy bueno, pero ya sin pretensión de unidad literaria más allá del parentesco de los protagonistas, lo cual da una impresión un tanto difusa. Se disfruta el poder narrativo, porque las líneas argumentales no son impresionantes en sí, o más bien porque no importan mucho; los textos no pretenden ser unidades con un tema básico y ramificaciones. Salvo la cuestión de la mudanza en Alcen alto las vigas, tampoco son apuntes, inspiraciones que asaltan, notas, escritura apenas hilvanada o mero consentimiento, casi capricho. Más bien, lo que se lee es familiar pero a la vez extraño, porque, aunque se cierra bien, deja una incómoda insatisfacción excitante, una sensación placentera de mixed feelings, de sweet confusion under the moonlight. Algo iba a revelarse y nunca ocurrió; lo decisivo fue sentir una realidad inasible aunque perceptible y la sensación de que, sin duda, leer ese libro valió la pena. Esto es algo que, para mí, ocurre con muy pocos textos, como en “El aleph” de Borges o “Hegel y yo” de Revueltas.
El primer relato, narrado por Buddy, en realidad es una introducción a la “Introducción a Seymour”, pues el hermano mayor, que se suicidó el día del pezplátano, de una forma u otra, es la presencia que une las situaciones en las que Buddy se ve envuelto. Por otra parte, como era de esperarse, abunda en la familia, al tiempo que revela la concepción del mundo y de la literatura del autor, pues Buddy es un oblicuo autorretrato de Salinger, como Bezujov de Tolstoi o el Cónsul de Lowry. El segundo texto, como indica su titulo, mezcla la narración con el ensayo; es más culto, “literario” y experimental; el lector indaga en la otredad de Seymour, en su búsqueda de algo profundo y sagrado con una personalidad sensible y frágil que sólo encuentra su camino en el suicidio.
La “Introducción a Seymour” llevó a Salinger a un punto decisivo. ¿Qué venía después? ¿Una saga familiar, tipo Rougon-Macquart, a través de relatos y no de novelas? ¿Y en qué estilo: el parco-sustantival-behaviorista de su narrador omnisciente o el simpático y ameno con grandes, inesperados, golpes de narración de sus diálogos y primera persona? ¿Otras formas en gestación, como sugería la mezcla de ensayo y narrativa, de código más cerrado, en “Introducción a Seymour”? La respuesta fue The catcher in the rye.
La novela
En realidad, en 1950, a los treinta años de edad, Salinger, autor de maduración sin prisas, tenía varias, plausibles e importantes posibilidades. Cauteloso y reservado, prefirió, felizmente, pasar a la novela. Los trece relatos (9+2+2), aunque publicados en libros después, lo llevaron a The catcher in the rye quizá porque la manera de escapar de los dilemas creativos muchas veces es el clavo que saca otro clavo. Fuera los Glass y los tanteos espirituales, mejor ir a las raíces: los años de adolescencia en un contexto diferente y, sin embargo, similar, porque en el fondo Holden Caulfield podría ser uno de los hermanos Glass. Porque en el fondo es una amalgama de Seymour, Buddy, Franny y Zooey. Y, naturalmente, de J.D. Por eso resulta una inmersión más directa en lo autobiográfico, aunque Salinger siempre supo equilibrar magistralmente la ficción con lo personal.