Tenía que pasar y ha pasado. A fuerza de esgrimir la ley de Propiedad Intelectual como argumento contra el intercambio de archivos en internet, las sociedades de gestión de derechos corrían el riesgo de obligar a que se volviera la mirada sobre una legislación ideada para un mundo en el que no existía la cultura en red y los ingresos del negocio cultural se medían en función de las copias, justo cuando la tecnología digital –según argumento de los economistas– hacía que el valor de la copia tendiera a cero. Es decir, sobre una legislación decimonónica, en sentido estricto, y poco flexible para adaptarse a un mercado cultural que se ha transformado radicalmente en los últimos diez años. Y ha sido la Comisión Nacional de la Competencia (CNC), la que, mediante un informe de oficio, puso la semana pasada el dedo en la llaga, no sólo en la ley de Propiedad Intelectual, sino en cuanto a la naturaleza de las sociedades de gestión de derechos.
La reacción de las sociedades españoles del sector ha sido pedir la cabeza del presidente de la CNC y agruparse en un nuevo lobby denominado Ibercrea, que se viene a solapar a otros grupos de presión ya existentes como los sectoriales –música y cine ya tienen sus organizaciones o los puramente autorales, como la llamada Colación de Creadores.
La iniciativa de la CNC pone la lupa sobre estas sociedades, que gestionan colectivamente los derechos de los autores, y que se crearon fundamentalmente para garantizar que los ingresos de los creadores fueran proporcionales a la explotación de sus obras. Dicho de otro modo, nacieron para proteger a los autores de los intermediarios de las industrias culturales: los editores. Garantizaban que si una obra se vendía por cuatro perras –una canción, por ejemplo– y luego se convertía en un éxito, hubiera firmado lo que hubiera firmado el autor, tuviera derecho a una parte de los beneficios generados. Aplicado al mercado inmobiliario, significaría que si un arquitecto vende un diseño muy barato para un chalet, y en un futuro el inmueble multiplica su valor, en una posterior venta, un porcentaje de ese plusvalor debía revertir en el creador de la casa. Y también, esas legislaciones de Propiedad Intelectual convertían los derechos de autor en una heredad, permitiendo a los deudos seguir recibiendo parte de los ingresos que una obra determinada generase después de la muerte del creador.
Esta naturaleza de las sociedades de gestión de derechos fue cambiando conforme el negocio cultural se fue convirtiendo en masivo. En España, a principios de los noventa, el cambio de las siglas de SGAE (Sociedad General de Autores de España) por SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) daba una pista de por dónde iban los tiros; ya no se trataba de defender a los autores de los editores, sino de que unos y otros protegieran juntos sus derechos. En aquel entonces, el cambio provocó no pocas suspicacias, y hubo autores que juzgaron que incluir a los editores suponía "meter a la zorra en el gallinero", pero la sangre no llegó al río y la denodada labor de la organización para conseguir que quienes explotaban obras sujetas a propiedad intelectual pagaran un canon, fue todo un éxito que –tras no pocas guerras, sobre todo, con el sector hostelero– multiplicó los ingresos y convenció a todo el mundo de que los derechos de autor son algo serio y caro, y hay que pagarlos.
Sin embargo, la tecnología de la copia también obligó a nuevas definiciones legales. ¿A qué da derecho comprar un disco? ¿Puede hacerse una copia en casete? ¿Y duplicar un CD? El canon de los soportes de contenidos apareció como mecanismo de compensación por esas copias –que la tecnología digital hizo virtualmente idénticas al original–, pero también se creó una figura legal para ampararlo y distinguirlo de la reproducción ilegal: el derecho a la copia privada. Que a la postre sería la gatera por la que se colaron las descargas: si uno tiene derecho a copiar el contenido que ha pagado, e internet conecta a cada usuario virtualmente con todo el planeta, el intercambio de copias entre particulares, en principio protegido por la copia privada, tiende a infinito. Napster lo vio, y pagó su condición pionera, pero el éxito de la industria discográfica norteamericana en su primera batalla contra aquellos sistemas de intercambio, no trajo la victoria final. Ni siquiera el fin de la guerra.
España es campeona mundial del intercambio de archivos, llamado también "descargas ilegales" –erróneamente, pues la ilegalidad sólo puede cometerla quien pone a disposición el contenido, no el que lo descarga– y por eso el Gobierno tiene prisa por poner algún remedio, en tanto el mercado cultural se decanta y reordena, como ya ocurre con la música. Pero la decisión de introducir en el anteproyecto de ley de Economía Sostenible la creación de una Comisión de Propiedad Intelectual que juzgue las presuntas violaciones de derechos de autor ha causado un gran alboroto: una insurrección en internet y reticencias más o menos serias en los grupos parlamentarios.
Por eso, el informe del CNC –que señala que las sociedades de gestión de derechos funcionan en un régimen monopolístico que da pie a arbitrariedades y abusos– ha caído como gasolina sobre llamas.
Pero a estas alturas del litigio, algunas cosas ya están claras para las autoridades: que la propiedad intelectual debe protegerse y redefinirse, y que hay que crear mecanismos más justos, flexibles y realistas para pagar a los autores por el uso de sus obras en el medio digital. Pero lo que no se sabe aún es si en ese nuevo marco los editores seguirán siendo los poderosos intermediarios que hoy son, ni si las sociedades de gestión serán imprescindibles para recaudar en nombre del autor. Y esas dos dudas quitan el sueño a ambos gremios. Que, como se dijo, son hoy uno solo, bajo unas mismas siglas
Tenía que pasar y ha pasado. A fuerza de esgrimir la ley de Propiedad Intelectual como argumento contra el intercambio de archivos en internet, las sociedades de gestión de derechos corrían el riesgo de obligar a que se volviera la mirada sobre una legislación ideada para un mundo en el que no existía la cultura en red y los ingresos del negocio cultural se medían en función de las copias, justo cuando la tecnología digital –según argumento de los economistas– hacía que el valor de la copia tendiera a cero. Es decir, sobre una legislación decimonónica, en sentido estricto, y poco flexible para adaptarse a un mercado cultural que se ha transformado radicalmente en los últimos diez años. Y ha sido la Comisión Nacional de la Competencia (CNC), la que, mediante un informe de oficio, puso la semana pasada el dedo en la llaga, no sólo en la ley de Propiedad Intelectual, sino en cuanto a la naturaleza de las sociedades de gestión de derechos.
La reacción de las sociedades españoles del sector ha sido pedir la cabeza del presidente de la CNC y agruparse en un nuevo lobby denominado Ibercrea, que se viene a solapar a otros grupos de presión ya existentes como los sectoriales –música y cine ya tienen sus organizaciones o los puramente autorales, como la llamada Colación de Creadores.
La iniciativa de la CNC pone la lupa sobre estas sociedades, que gestionan colectivamente los derechos de los autores, y que se crearon fundamentalmente para garantizar que los ingresos de los creadores fueran proporcionales a la explotación de sus obras. Dicho de otro modo, nacieron para proteger a los autores de los intermediarios de las industrias culturales: los editores. Garantizaban que si una obra se vendía por cuatro perras –una canción, por ejemplo– y luego se convertía en un éxito, hubiera firmado lo que hubiera firmado el autor, tuviera derecho a una parte de los beneficios generados. Aplicado al mercado inmobiliario, significaría que si un arquitecto vende un diseño muy barato para un chalet, y en un futuro el inmueble multiplica su valor, en una posterior venta, un porcentaje de ese plusvalor debía revertir en el creador de la casa. Y también, esas legislaciones de Propiedad Intelectual convertían los derechos de autor en una heredad, permitiendo a los deudos seguir recibiendo parte de los ingresos que una obra determinada generase después de la muerte del creador.
Esta naturaleza de las sociedades de gestión de derechos fue cambiando conforme el negocio cultural se fue convirtiendo en masivo. En España, a principios de los noventa, el cambio de las siglas de SGAE (Sociedad General de Autores de España) por SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) daba una pista de por dónde iban los tiros; ya no se trataba de defender a los autores de los editores, sino de que unos y otros protegieran juntos sus derechos. En aquel entonces, el cambio provocó no pocas suspicacias, y hubo autores que juzgaron que incluir a los editores suponía "meter a la zorra en el gallinero", pero la sangre no llegó al río y la denodada labor de la organización para conseguir que quienes explotaban obras sujetas a propiedad intelectual pagaran un canon, fue todo un éxito que –tras no pocas guerras, sobre todo, con el sector hostelero– multiplicó los ingresos y convenció a todo el mundo de que los derechos de autor son algo serio y caro, y hay que pagarlos.
Sin embargo, la tecnología de la copia también obligó a nuevas definiciones legales. ¿A qué da derecho comprar un disco? ¿Puede hacerse una copia en casete? ¿Y duplicar un CD? El canon de los soportes de contenidos apareció como mecanismo de compensación por esas copias –que la tecnología digital hizo virtualmente idénticas al original–, pero también se creó una figura legal para ampararlo y distinguirlo de la reproducción ilegal: el derecho a la copia privada. Que a la postre sería la gatera por la que se colaron las descargas: si uno tiene derecho a copiar el contenido que ha pagado, e internet conecta a cada usuario virtualmente con todo el planeta, el intercambio de copias entre particulares, en principio protegido por la copia privada, tiende a infinito. Napster lo vio, y pagó su condición pionera, pero el éxito de la industria discográfica norteamericana en su primera batalla contra aquellos sistemas de intercambio, no trajo la victoria final. Ni siquiera el fin de la guerra.
España es campeona mundial del intercambio de archivos, llamado también "descargas ilegales" –erróneamente, pues la ilegalidad sólo puede cometerla quien pone a disposición el contenido, no el que lo descarga– y por eso el Gobierno tiene prisa por poner algún remedio, en tanto el mercado cultural se decanta y reordena, como ya ocurre con la música. Pero la decisión de introducir en el anteproyecto de ley de Economía Sostenible la creación de una Comisión de Propiedad Intelectual que juzgue las presuntas violaciones de derechos de autor ha causado un gran alboroto: una insurrección en internet y reticencias más o menos serias en los grupos parlamentarios.
Por eso, el informe del CNC –que señala que las sociedades de gestión de derechos funcionan en un régimen monopolístico que da pie a arbitrariedades y abusos– ha caído como gasolina sobre llamas.
Pero a estas alturas del litigio, algunas cosas ya están claras para las autoridades: que la propiedad intelectual debe protegerse y redefinirse, y que hay que crear mecanismos más justos, flexibles y realistas para pagar a los autores por el uso de sus obras en el medio digital. Pero lo que no se sabe aún es si en ese nuevo marco los editores seguirán siendo los poderosos intermediarios que hoy son, ni si las sociedades de gestión serán imprescindibles para recaudar en nombre del autor. Y esas dos dudas quitan el sueño a ambos gremios. Que, como se dijo, son hoy uno solo, bajo unas mismas siglas.